martes, 2 de diciembre de 2008

La tristeza del geográfico nacional


Si. Reconozco que fue mi culpa.

No se puede comenzar el día con este tipo de lectura, pero había un artículo sobre el pueblo rarámuri que parecía muy interesante, por lo que decidí tomar mi desayuno acompañada de esta revista. Error garrafal.

A medida que hojeaba las páginas, me resultaba cada vez más difícil tragar los pedazos de croissant. Después de unos minutos, opté por dejar el plato a un lado, prácticamente intacto. ¿Quién puede comer, sabiendo que el plátano común, de la variedad Cavendish, está sucumbiendo a causa de la enfermedad de Panamá, un mal contra el que no existe cura? o ¿quién puede tomarse su café tranquilamente cuando los orangutanes de la Isla de Borneo están en peligro de extinción , ya que su población ha disminuido mas de 50% en los últimos 50 años? Cerré la revista sin siquiera haberme acercado al artículo que me había interesado en un inicio: Tarahumaras, acorralados por la modernidad.


Añoré los días de la maravillosa ignorancia infantil.

Mi papá tenía una gran colección de revistas National Geographic en su oficina. Yo a veces subía, y en medio del polvo, me sentaba en el piso a mirar las fotografías, ya que los artículos estaban escritos en inglés. Me maravillaban las imágenes de lugares lejanos que algun día me gustaría visitar. Recuerdo una fotografía de una mujer en Rusia (eso fue lo que entendí al ver el pie de foto) La mujer, de edad avanzada, aparecía con una pañoleta en la cabeza y vendía lo que parecían ser unas inmensas paletas de hielo de color blanco. Eran una especie de cubos congelados, cada uno con una palo de madera en el centro. Abajo de la fotografía, también se leía: Milk. Me emocioné. Eso también lo entendía. Debía ser genial poder comprar la leche en forma de hielo.

Seguramente el artículo hablaba de algún temporal terrible que estaba afectando a la Unión Soviética, pero yo, en mi ignorancia, encontraba las fotografías simplemente fascinantes.

Recuerdo también un día que tenía que llevar al colegio un objeto para decorar el regalo del día del padre. A escondidas, me escabullí en la oficina, y recorte una imagen de una familia de leones. A mí me pareció muy linda. Sería una nota sobre la caza furtiva en Africa, o algo asi, pero para mí, simplemente era la fotografía de unos animales hermosos.

A veces no puedo con tanta realidad. Con tanto pesimismo. Necesito seguir teniendo fe en el mundo, en las personas, en los gobiernos. Es sólo que en determinados momentos resulta casi imposible. Y necesito creer, porque sino, voy y me lanzo del acantilado del malecón de Lima. Quiero creer que todavía hay esperanza.

Y a veces la vida te da ese tipo de señales, que te dicen que vale la pena seguir luchando, que no todo está perdido.
No pude leer el artículo de la Sierra Tarahumara, pero me acordé de una anécdota que había olvidado. Cuando vivíamos en Creel, teníamos una camioneta Nissan, viejita. Era de color amarillo y con una linea café, muy retro. Un día decidimos llevar a una amiga que estaba de visita, a Divisadero, un sitio turístico. Regresábamos ya muy entrada la noche, cuando de pronto, en una de las subidas, la camioneta comenzó a echar humo, y simplemente se detuvo.

La carretera estaba desolada. No se escuchaba nada. Después de más de una hora de estar esperando, un coche pasó. En él venía un hombre de unos treinta años. Mi amiga y yo nos fuimos con él al pueblo, para contratar una grúa, y mi chico se quedó, a mitad de la nada, junto a la camioneta. En el coche, íbamos muy nerviosas. Nunca sabes con quien te estás subiendo, y además , el tipo nos podía llevar a dónde quisiera. Prácticamente no hablamos en los cuarenta minutos que nos tomó llegar a Creel. En el camino, pensaba que en cualquier momento nos ibamos a salir de la carretera, el hombre nos violaría y después nos arrojaría por algún barranco. Lo sé, tengo demasiada imaginación. Al llegar al pueblo, como siempre pasa, el dueño de la grúa no estaba, o si estaba pero no quería ir hasta allá, ya no recuerdo.
El hombre que nos había llevado, seguía con nosotros y nos dijo que él tenía uno solución. Nos subimos de nuevo al coche, igual de asustadas. Para nuestra sorpresa, el hombre fue a casa de un familiar a pedir una camioneta, después a casa de otro amigo a pedir una cadena, y nos llevó a dónde estaba mi chico, helado de frío. Remolcó nuestra camioneta todo el camino de regreso. Fue una labor titánica hacerlo en medio de tantas curvas cerradas. Ya entrada la madrugada entramos al pueblo. No sabíamos como agradecerle a este hombre, del que nosotras habíamos pensado tan mal. Quisimos pagarle lo que nos hubiéramos gastado en la grúa, la gasolina.
De ninguna manera quiso aceptarlo. Dijo que nosotros hubiéramos hecho lo mismo por él. De verdad quise creerlo.
Se que los daños de la luz artificial son irreversibles, que los pandas están en peligro de extinción. Pero sólo por hoy, quiero pensar que también hay cosas positivas en el mundo, que hay gente buena, y que hay personas que están trabajando para hacer de este un mundo mejor.

Tal vez es la estupidez del optimista. Que se yo...




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