martes, 10 de agosto de 2010

No cars Go


Nunca me gustaron los autos, los carros, los coches, los automóviles o como quieran llamarles.

Antes de entrar a la preparatoria, mis padres me inscribieron en unos cursos para prepararme para el examen. Era la primera vez que iría a un colegio "mixto" después de pasar toda una vida con las monjas, por lo que se imaginarán mi emoción. Ilusamente, pensé que la mejor manera de causar buena impresión a los chicos del curso, sería llegando en mi bicicleta nueva. Error. A todas las niñas bien las llevaban sus mamás en sus camionetas y yo era era única rara que llegaba en este medio de transporte.

Cuando me llegó la edad de manejar, mis padres pensaron que como cualquier persona "normal" lo mejor que podría recibir sería un coche. Me regalaron una Caribe de color blanco, a la cual decidimos bautizar con el nombre de "Bicho" por la gran cantidad de especímenes diversos que se reproducían dentro de ella. Se le metía el agua por todos lados, por lo que en los pequeños charcos podías encontrar algunos renacuajos. Los asientos tenían una plaga de hormigas, "asquilines" diríamos en Guadalajara, lo que significa que no picaban. Podías ver las estrellas gracias a los agujeros del techo, eso si era una delicia.

En fin, el Bicho y yo tuvimos una amistad muy corta. Salimos un par de veces a dar la vuelta por la ciudad y el estrés que me producía manejar, rindió sus frutos cuando choqué frente a casa de mi abuela contra un coche... estacionado.

No quise saber nada más del Bicho ni de ningún auto, y todos los días me iba a la universidad en autobús. En una hora de ida y otra de vuelta, leí gran cantidad de libros y escuché con atención discos tan espectaculares como "Mellon Collie and the Infinite Sadness". Obviamente a veces era cansado subirte al camión cuando este iba abarrotado y con el calor de las dos de la tarde, pero para mí, todo era mejor a conducir. Lo peor era tener que pedirle aventón a mis amigas para salir en las noches. Las líneas de autobús cercanas a mi casa dejaban de pasar a las 10 de la noche.

En Barcelona, descubrí el placer de tener un transporte público eficiente. Sólo necesitaba mi pase y mi tarjeta de horarios. Si se me hacía muy tarde, sólo era cuestión de esperar a que abrieran la estación. Con mis dos piernas y mi tarjeta de transporte, todo era posible. No había tenido está sensación de libertad hasta hace poco, cuando me regalaron una nueva bicicleta.

Es pequeña, de color rojo y se parece un poco a la de la película de E.T.
Últimamente me he decidido a realizar mis actividades cotidianas en ella: supermercado, banco, cine, pasear al perro, etc. Que descubrimiento. Me siento una tonta por no haberme decidido antes. Pero es como cuando alguien se rehabilita, tiene que hacerlo por si mismo, por más que le digan las bondades de tal o cual actividad, si la persona no lo prueba, no hay manera de convencerla. La había utilizado para pasear, ir a sitios cercanos, dar una vuelta mirando el mar; pero nunca como un medio de transporte urbano. Veo el mundo con diferentes ojos, me parece increíble que las personas sigan utilizando el automóvil teniendo la bicicleta. Me siento como una fanática que ha entrado a una secta y quiere convertir a sus semejantes.

Ahora entiendo a los Testigos de Jehová que se ponen a predicar de casa en casa.
Me dan ganas de decirle a todo el mundo cuando los veo estresados en sus automóviles en medio del ruido y del tráfico infernal: ¡Vamos, bájense, súbanse a una bicicleta. Si todos lo hacemos, tendríamos una ciudad mejor! Pero no puedo, porque en ese momento un taxista se me mete, tengo que esquivarlo para no morir atropellada, le grito que si no me ha visto, se ríe de mi, y cuando se va, suspiro y digo para mis adentros: "Señor, perdónalos porque no saben lo que hacen"


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