lunes, 1 de septiembre de 2014

Mr. Melon




A la vuelta de mi casa hay una tienda administrada por una familia china, llamada Mr. Melon. 
La tiendita es más bien un súper pequeño, bien iluminado y limpísimo. 

Normalmente intento comprar mis frutas y verduras en el mercado de productos orgánicos que se ubica cada sábado en el parque de Fort Greene, a unas cuantas cuadras de mi estudio en Clinton Hill, pero en este preciso instante, mi economía pasa por un momento tan crítico, que me resulta imposible comprar un delicioso, jugoso y voluptuoso tomate por tres dólares; cinco papas moradas por cuatro dólares  y tres duraznos de piel sedosa por seis dólares, por lo que decidí hacer mi compra en Mr. Melon, cuyos productos son infinitamente más baratos pero de muy buena calidad.

Me encontraba en estos menesteres, eligiendo mis verduras en la parte de afuera cuando una familia llegó al local. El papá, de unos cincuenta años, venía acompañado de cuatro niñas cuyas edades oscilaban entre los cinco y los diez años. Todas eran hermosas y de diferentes colores y sabores, como si la familia de Brad Pitt y Angelina Jolie hubiera llegado de pronto a Brooklyn. Todas le llamaban "Daddy" y él les respondía con un marcado acento británico. 

Me sorprendió lo bien educadas que estaban las niñas y la genuina emoción que mostraban al elegir una lechuga, algunos pimientos, e incluso coles de bruselas. ¿A qué niño le gusta comer verduras? pensé. Seguí haciendo mi compra, y mientras elegía unos jitomates, la niña mayor, la cual tenía unos rizos rubios hasta la cintura, le mostró a su padre una caja con fresas. El padre miró la caja con desdén y le dijo que no se la podía comprar. La niña preguntó la razón. El padre volvió a mirar la caja y le dijo que porque no eran orgánicas. La niña tomó la caja entre sus manos y le mostró al padre el sello que certificaba su autenticidad. El padre volvió a tomar la caja, y le gritó que esas fresas "parecían" orgánicas, pero que seguramente no eran orgánicas. La niña volvió a mirar la pequeña caja de fresas y con un hilo de voz le dijo a su padre que tenía muchas ganas de comer fresas. El padre tomó la caja de manera violenta y la estrelló arriba de los jitomates al tiempo que le gritaba un no definitivo. 

Miré a la niña viendo el piso, la canasta de la compra del padre llena de verduras que las niñas habían elegido. Le dirigí al padre una mirada de recriminación, tomé la caja de fresas y la puse en mi canasta. 

La niña no estaba pidiendo una bolsa de Doritos Nachos o una cajita feliz. Pero la decepción del padre hacia la hija mientras pagaban era como si le estuviera diciendo: "Vergüenza debería de darte. No has aprendido nada". Y pensé ¿qué es realmente lo que ese padre le está enseñando a sus hijas? 

Yo no soy madre y por eso me resulta muy fácil juzgar, pero imaginé a la niña, visitando la casa de alguna amiga del barrio. Sentándose a la mesa a comer lo que la madre o el padre de su amiga tardaron tiempo dinero y esfuerzo en preparar, la imaginé moviendo desconfiada la comida con el tenedor, preguntando: "¿Es esto orgánico? Porque mi papá solamente me deja comer comida orgánica" . La niña seguramente piensa que las personas que no compran productos orgánicos son malas y que los que no utilizan automóviles híbridos son irresponsables y quieren destruir el mundo.

Obviamente esto último es una suposición, y esto me hace convertirme en el padre, una persona que juzga las cosas bajo una escala de blanco y negro, bueno o malo. 

Hace tiempo acompañé a una amiga instructora de yoga, vegana hace muchos años, a comer a casa de sus tías abuelas. Las viejitas nos habían preparado un delicioso guisado... de res. Observé como mi amiga comía y se reía. Pasamos una velada inolvidable, y al salir, le pregunté porque no les había dicho que ella no comía carne. Me miró sorprendida y me dijo: "Lorena, ellas cocinaron esto con amor. Esta comida no me hará daño porque está hecha con las mejores intenciones. Energía positiva en el plato". Me quedé sorprendida por su profunda reflexión. 

Orgánico o no orgánico, carne o no carne, con hijos o sin hijos. La vida no son extremos, sino un complejo punto medio, una maravillosa escala de grises. Pienso esto mientras le doy una mordida a una fresa roja y jugosa. Está deliciosa.