lunes, 17 de noviembre de 2014

¿Y si no todos quieren ser Ayotzinapa?



El 26 de septiembre desaparecieron 43 normalistas. 

La gente se ha movilizado. Se le ha dado cobertura al tema a nivel nacional e internacional.
Se han recibido textos de apoyo de parte de intelectuales, políticos y activistas de todo el mundo.
En Nueva York, mi maestro de 95 años, el cual estuvo en la lista negra durante el Macartismo, me pregunta cada miércoles sobre los avances de la investigación. Mi compañero brasileño, dilmista de hueso colorado, me expresa su preocupación. Mi amiga danesa, la cual creció en una especie de comuna, sigue de cerca las noticias y me manda artículos sobre el tema. Todo el mundo está enterado y preocupado por la situación que se vive en mi país. 

Y yo les cuento, y les platico. Pero me siento culpable, porque hay algo que no les digo. Algo que me da mucha vergüenza confesar. Un secreto que incluye a algunos de mis conocidos, familiares y amigos.

En México, no todos quieren ser Ayotzinapa. 

En mi ciudad, hay gente que ya quiere que se deje de hablar del tema. En mi círculo de amigos, hay gente que piensa que los que salen a manifestarse son solamente unos revoltosos que deberían ponerse a trabajar. En mi familia, hay personas que ni siquiera se enteran de Ayotzinapa. El Buen Fin, y las celebraciones ocupan los temas de conversación. Existe también otro grupo de conocidos que ya se aburrió del tema. Que piensa que deberíamos dejar de hablar de "cosas feas". Hubo también algún pariente lejano, empleado del gobierno actual que me "aconsejó" dejar de compartir cosas en facebook respecto a los estudiantes desaparecidos. Obviamente no lo hice. Y hay todavía otro grupo más, que está molesto porque las manifestaciones causan mucho tráfico y dan muy mala imagen a la ciudad. 

Divide y vencerás. Algunos medios de comunicación se han encargado de desvirtuar las marchas. Se han encargado de hacer creer que son un grupo violento de personas que realizan actos terroristas. Y que son solamente una fracción mínima de la sociedad. Y obviamente, la clase media les ha creído. O quiere creerles, porque es más fácil. Es más sencillo estar en mi casa, platicando en el trabajo, tomando el café con las amigas, que asistiendo a una manifestación, eso es seguro. Si pienso que es peligroso asistir a manifestarme, automáticamente me quito la culpa y la responsabilidad.

Una amiga muy querida organizó una vigilia en su fraccionamiento para recordar a los desaparecidos. Solamente una vecina apareció. Y ellas dos, solas, con sus velas encendidas, recordaron a los desaparecidos, mientras el resto de las personas se quedaban a puerta cerrada viendo la televisión. 
Mi amiga me dijo que cuando organiza desayunos, las vecinas llegan por docenas.

Una amiga que vive en Suiza está buscando niñera en este momento para poder asistir a la manifestación en una ciudad aledaña. Y en México, nuestros padres, siguen hipnotizados viendo María Visión. Hacen oídos sordos a las palabras del Padre Solalinde, activistas y defensor de los Derechos Humanos. Es más fácil. 

Y eso es lo que no les digo cuando me preguntan, porque sinceramente, me da vergüenza que los extranjeros estén más enterados del tema que muchos mexicanos. Que muchos extranjeros estén más consternados por el tema que muchos mexicanos. Y es que, si no se indignan con estas cifras de desaparecidos, yo me pregunto ¿qué se necesita para que se indignen?.
¿Que una manifestación les impida la entrada al Centro Comercial? ¿Que le prendan fuego a los estudios de María Visión? ¿Es apatía? ¿Es miedo? ¿Es egoísmo?

Los estudiantes eran normalistas, y yo me pregunto ¿si hubieran desaparecido 43
estudiantes de una universidad privada, la gente se comportaría igual? 

Mi mamá siempre me dijo que tiendo a juzgar a la gente muy duramente, que espero mucho de ellos, que cada uno tiene una realidad y que no es posible tirar la primera piedra. Y se que tiene razón. No son todos los que se comportan así, pero si una alarmante mayoría de la población. Y si no estamos unidos en esto, no hay esperanza para el país.

Que se hable en el extranjero, que se le de cobertura, que no se olvide, pero lo más importante, que lo hablen los mexicanos, que se indignen los mexicanos. Nos están matando a nuestros jóvenes y preferimos mirar hacia otro lado. 

¿Que se necesita para que todos nos sintamos Ayotzinapa? No lo sé, la verdad, no tengo idea.







lunes, 1 de septiembre de 2014

Mr. Melon




A la vuelta de mi casa hay una tienda administrada por una familia china, llamada Mr. Melon. 
La tiendita es más bien un súper pequeño, bien iluminado y limpísimo. 

Normalmente intento comprar mis frutas y verduras en el mercado de productos orgánicos que se ubica cada sábado en el parque de Fort Greene, a unas cuantas cuadras de mi estudio en Clinton Hill, pero en este preciso instante, mi economía pasa por un momento tan crítico, que me resulta imposible comprar un delicioso, jugoso y voluptuoso tomate por tres dólares; cinco papas moradas por cuatro dólares  y tres duraznos de piel sedosa por seis dólares, por lo que decidí hacer mi compra en Mr. Melon, cuyos productos son infinitamente más baratos pero de muy buena calidad.

Me encontraba en estos menesteres, eligiendo mis verduras en la parte de afuera cuando una familia llegó al local. El papá, de unos cincuenta años, venía acompañado de cuatro niñas cuyas edades oscilaban entre los cinco y los diez años. Todas eran hermosas y de diferentes colores y sabores, como si la familia de Brad Pitt y Angelina Jolie hubiera llegado de pronto a Brooklyn. Todas le llamaban "Daddy" y él les respondía con un marcado acento británico. 

Me sorprendió lo bien educadas que estaban las niñas y la genuina emoción que mostraban al elegir una lechuga, algunos pimientos, e incluso coles de bruselas. ¿A qué niño le gusta comer verduras? pensé. Seguí haciendo mi compra, y mientras elegía unos jitomates, la niña mayor, la cual tenía unos rizos rubios hasta la cintura, le mostró a su padre una caja con fresas. El padre miró la caja con desdén y le dijo que no se la podía comprar. La niña preguntó la razón. El padre volvió a mirar la caja y le dijo que porque no eran orgánicas. La niña tomó la caja entre sus manos y le mostró al padre el sello que certificaba su autenticidad. El padre volvió a tomar la caja, y le gritó que esas fresas "parecían" orgánicas, pero que seguramente no eran orgánicas. La niña volvió a mirar la pequeña caja de fresas y con un hilo de voz le dijo a su padre que tenía muchas ganas de comer fresas. El padre tomó la caja de manera violenta y la estrelló arriba de los jitomates al tiempo que le gritaba un no definitivo. 

Miré a la niña viendo el piso, la canasta de la compra del padre llena de verduras que las niñas habían elegido. Le dirigí al padre una mirada de recriminación, tomé la caja de fresas y la puse en mi canasta. 

La niña no estaba pidiendo una bolsa de Doritos Nachos o una cajita feliz. Pero la decepción del padre hacia la hija mientras pagaban era como si le estuviera diciendo: "Vergüenza debería de darte. No has aprendido nada". Y pensé ¿qué es realmente lo que ese padre le está enseñando a sus hijas? 

Yo no soy madre y por eso me resulta muy fácil juzgar, pero imaginé a la niña, visitando la casa de alguna amiga del barrio. Sentándose a la mesa a comer lo que la madre o el padre de su amiga tardaron tiempo dinero y esfuerzo en preparar, la imaginé moviendo desconfiada la comida con el tenedor, preguntando: "¿Es esto orgánico? Porque mi papá solamente me deja comer comida orgánica" . La niña seguramente piensa que las personas que no compran productos orgánicos son malas y que los que no utilizan automóviles híbridos son irresponsables y quieren destruir el mundo.

Obviamente esto último es una suposición, y esto me hace convertirme en el padre, una persona que juzga las cosas bajo una escala de blanco y negro, bueno o malo. 

Hace tiempo acompañé a una amiga instructora de yoga, vegana hace muchos años, a comer a casa de sus tías abuelas. Las viejitas nos habían preparado un delicioso guisado... de res. Observé como mi amiga comía y se reía. Pasamos una velada inolvidable, y al salir, le pregunté porque no les había dicho que ella no comía carne. Me miró sorprendida y me dijo: "Lorena, ellas cocinaron esto con amor. Esta comida no me hará daño porque está hecha con las mejores intenciones. Energía positiva en el plato". Me quedé sorprendida por su profunda reflexión. 

Orgánico o no orgánico, carne o no carne, con hijos o sin hijos. La vida no son extremos, sino un complejo punto medio, una maravillosa escala de grises. Pienso esto mientras le doy una mordida a una fresa roja y jugosa. Está deliciosa.



lunes, 4 de agosto de 2014

I hate yoga


He tenido que reunir mucho coraje para poder escribir esta frase. He dado vueltas en la cama durante días, sin poder conciliar el sueño. Me he quedado mirando los azulejos del baño por largo rato, pero es que no puedo fingir más. Odio el yoga. 

En el mundo actual, decir esto me convierte en un ser horripilante al cual resulta difícil mirar. La gente se siente incómoda ante mi presencia, como cuando digo que no se si quiero tener hijos o que me encanta comerme el cuerito grasoso de las carnitas, esa parte chiclosa que todo el mundo aparta. Si, mírenme bien, soy un monstruo.

Mi tercer intento por practicar esta disciplina ocurrió hace dos semanas. 
Presionada por esta idea de que hay que experimentar cosas nuevas todo el tiempo, esta estigmatización del ocio en donde tienes que hacer algo interesante, divertido y diferente TODOS los días para que la vida valga la pena, decidí inscribirme a una clase de yoga en Central Park. 
¿Qué podría ser mejor que eso? La invitación me llegó por internet y en cinco minutos ya había pagado los diez dólares de cuota de recuperación.
Conforme el día de la clase se acercaba, una angustia se apoderaba de mi. ¿Y si pierdo los diez dólares? Tampoco es tanto dinero. Cometí el error de comentarle a mi marido sobre la clase, y él, con su a veces insoportable actitud optimista, me incentivó a asistir, y no sólo eso, para mostrarme "su apoyo" se fue pedaleando desde Brooklyn mientras yo me iba en metro. ¿Hay algo peor que un marido deportista? 

Llegué al lugar convenido y esperé detrás de un árbol. Un grupo pequeño de chicas empezaron a reunirse. Mi marido llegó, fresco como una lechuga y como no se había cansado, me dijo que daría un par de vueltas a Central Park, mientras yo iba a mi clase. Lo odié al mirar como se alejaba pedaleando felizmente, mientras yo sudaba copiosamente sin siquiera haber comenzado a moverme. Eran las 6 de la tarde y estábamos a 30 grados. Vislumbre un café cercano. Mi plan era refugiarme ahí mientras duraba la clase y mentirle a mi marido cuando regresara de su "feliz" paseo. 
 
De pronto, una amiga japonesa, Chie, llegó al grupo. ¡Una cara conocida! pensé. Corrí a saludarla y me confesó que era la primera vez que lo intentaba y que había estado a punto de desistir. Respiré aliviada. Ese era el tipo de apoyo que necesitaba. Alguien que fuera peor que yo. La maestra se paró frente al grupo. Como era de esperarse era joven, delgada y su cuerpo no tenía un gramo de grasa. Se movía con ese brillo que tienen las personas que disfrutan de una profunda paz interior. Nos sonrió y la clase comenzó. 
 
Ya es lo suficientemente difícil intentar que mi cuerpo se mueva, pero hacerlo siguiendo las instrucciones en inglés, tratando al mismo tiempo de ver a la maestra, era misión imposible. Pero eso no era todo, Chie, mi amiga, resultó ser increíblemente elástica. Odié su alimentación sana y su cuerpo menudo. Era yo sola frente al mundo, o mejor dicho, frente a la clase. 
 
La instructora pasaba de una posición a otra sin ninguna pausa, e incluso, al final de cada secuencia, se atrevía a decir: "Now rest in down dog position". ¿Rest?  ¿Sabe esa mujer el significado de la palabra descansar? Descansar es ver toda la temporada de tu serie favorita de un tirón, mientras comes botana y tomas cerveza. Nada que ver con esta tortura auto impuesta. En esta posición, mire a mi alrededor entre el hueco de mis piernas.  Todas eran mejores que yo y parecía que lo estaban disfrutando. Los músculos tonificados de la instructora me recordaban a todo momento que había sido un error asistir. Pero era muy tarde para escapar. Observé a Chie hacer el arco, a la rusa de la fila de atrás pararse de cabeza, mientras yo parecía un jeroglífico al que daba un poco de pena observar. 

Cerramos los ojos y respiramos. Esa fue la mejor parte. Por fin pude relajarme. Y es verdad, pude sentir cada uno de los músculos de mi cuerpo. Músculos que probablemente no se habían movido hace años. La maestra aplicó una especie de aceite en mis hombros, el cual olía a bosque y a paz. También un poco a Vick Vaporub. 
 
Cuando abrí los ojos era otra. Respiré aliviada. La tortura había terminado. 
 
Tengo amigas que practican yoga. Tengo amigas que son instructoras de yoga, las cuales nunca tratan de convencerte de que practiques yoga. Ellas lo hacen porque las hace felices.Y entonces descubrí que de eso se trata, de hacer las cosas que te hagan feliz, no lo que está de moda.

A mi me gusta caminar. Puedo caminar por la ciudad durante horas, sin cansarme. Puedo pararme en un parque y escribir, también durante horas. Puedo subir a un vagón de metro y leer, también durante horas. Puedo hornear y cocinar todo el día para recibir amigos. Y eso es lo que me relaja, ese es mi nirvana.

Odio el yoga y me gustan las carnitas, so sue me.




 
 


jueves, 26 de junio de 2014

Estereotipos


Y si.
No me puedo aguantar.
Pero como siempre me pasa, no puedo contenerme y tengo que hablar cuando nadie está pidiendo mi opinión. 

Hace unas semanas estaba en la sala de espera para tomar mi vuelo de regreso a la ciudad de Nueva York. En la fila para entregar el pase de abordar, una chica se dirigió a mi y comenzó a hablarme en inglés. Yo le respondí en español. La pasajera me miró y me preguntó: ¿Hablas español?. "Si, soy mexicana". A lo que la joven, de unos 25 años, inmediatamente me respondió: "No. Tú no eres mexicana". Me dio curiosidad y le pregunté que como tenían que ser los mexicanos. Mirándome fíjamente, afirmó: "No se, pero no son como tú". Miré el pasaporte norteamericano que tenía en sus manos. Me dijo que era de Puebla y llevaba quince años viviendo en los Estados Unidos. Sonriendo, le dije que su comentario me parecía un poco racista. Ella argumentó, como quien conoce mucho del tema, que racismo habría sido si me hubiera dicho morena.

Mi abuela dice que "tengo una blancura que ofende" ¿me hace eso menos mexicana? o mejor dicho,
¿qué tengo que hacer para ser considerada mexicana ante los ojos de los demás?

Amo mi país. Amo su historia, sus playas, su comida, sus artesanías. Amo la calidez de la gente y la manera tan ingeniosa que tenemos de resolver los problemas cuando parece que no hay ninguna solución. Amo nuestra diversidad geográfica, nuestra música. Pero haga lo que haga, parece que no encajo.

¿Para que no me ataquen ni me tachen de "poco mexicana", debo estar de acuerdo con la idea de que la palabra puto representa nuestras tradiciones, nuestro folclore? 

Me rehuso a pensar que ser mexicano significa ser violento, discriminar al que es diferente, querer hacer siempre mi voluntad sin pensar en el otro, dañar la propiedad ajena en nombre de una celebración, ser tranza, estar a favor del machismo. 

Cientos de personas que jamás se involucran en asuntos que realmente afectan a la sociedad mexicana, se manifiestan fervientemente a favor de su "derecho" a  gritar el término homofóbico.

"Así somos los mexicanos". "En México se usa esa palabra todo el tiempo y nadie la hace de pedo". "A nosotros nadie nos dice lo que tenemos que hacer". 

La gente se manifiesta como si la FIFA nos quisiera arrebatar nuestra soberanía nacional.  Nuestro derecho a expresarnos "como mexicanos". Y en este mismo momento, en el congreso, se aprueban leyes que si nos roban nuestra soberanía nacional, que van en contra de los derechos individuales. Pero contra eso, curiosamente, la gente no se manifiesta.¿Será eso lo que me hace menos mexicana?

Quizás si me pongo autobronceador. Quizás si le doy "me gusta" al grupo eeeeeeeeeee puto de facebook, la gente pensará que si quiero a mi país, que si estoy comprometida con las causas más importantes, que si soy alegre, que no soy una aburrida. Quizás si voy a misa los domingos, y me manifiesto abiertamente en contra de las parejas del mismo sexo. Quizás si sonrío cada vez que un hombre me grita por la calle, quizás si acepto que es mi culpa que me griten porque llevo ropa provocativa. Quizás si digo que mi país es el mejor del mundo, sin aceptar las cosas que se pueden mejorar. Quizás si afirmo que nuestra cocina es la mejor, y me quejo en todas partes del mundo cuando algo no está "picoso". Quizás si me deprimo cada vez que estoy lejos y no me intereso por la historia de otros lugares. Quizás si sólo veo el noticiero de López Dóriga y compro la Tv Notas cada semana. Quizás si salgo a festejar los triunfos de la selección mexicana, en lugar de ir a las manifestaciones. 

Quizás ese día, podré, finalmente ser considerada una buena mexicana, aunque haya nacido blanca.







miércoles, 19 de marzo de 2014

Cat Power y el pasado.

Escribir.
Tengo que escribir.
Revisar las primeras treinta páginas de un guión de largometraje.
Escribir las siguientes treinta. 
Escribir un tratamiento de quince páginas para otro guión. 
Y no puedo. O no quiero. Un pan con queso. Si. Una galleta con chispas de chocolate. 
La atmósfera me lleva a otra época de mi vida. Casi puedo sentir el miedo en el aire. Una ansiedad viscosa que me deja inmóvil. Y entonces pienso en ella. 
Mi primer concierto de Cat Power. 
Chan Marshall en Williamsburg. El frío en la fila antes de entrar. La emoción. Las ganas de ir al baño pero no quererme mover de mi lugar. Salió dos horas tarde. Pero no me importó. Era ella, una guitarra y un piano. 
Su voz invadió el recinto y las lágrimas cubrieron mis mejillas al recordar errores, al darme cuenta de que el pasado no se puede cambiar y que somos el resultado de nuestras decisiones. 
Chan se sentó al piano y entonces sucedió. Dijo no recordar que canciones iba a cantar. Dijo que lo sentía mucho, pero que había olvidado su lista. La gente le gritaba los nombres de las canciones que quería escuchar. Ella los miraba y se disculpaba de nuevo. Ya no sabía como tocar esa canción, lo había olvidado. En lugar de una cerveza, tomaba una taza de te, y miraba a la audiencia, aterrada. 
Como yo, ella también tenía miedo. Pero yo podía esconderme entre la multitud. Ella no. 
Comenzaba una canción y de pronto se paraba en seco, disculpándose otra vez. 
De nuevo la guitarra. Su voz. Si no fuera por la voz, habría pensado que la persona frente a mi no era Cat Power. Cabello corto y descuidado. Sobrepeso. Mejillas rosadas y sudor abundante. Parecía más bien la cajera de algún supermercado perdido en el centro del país. Y de nuevo, interrumpió la canción. 
Un ser humano frágil y aterrado se mostraba frente a nosotros, diciendo: "No puedo hacer esto, pero por favor, no se vayan". Pero la gente no escuchó su clamor, y cansados de tantas disculpas, de tantos errores, comenzaron a irse. Y yo la veía, e intentaba que nuestros ojos se cruzaran, para decirle que yo la entendía, que en una época yo también tuve miedo y con tal de no quedarme sola, me quedé cantando en medio del escenario, actuando y tratando de complacer a una audiencia a la cual yo no le importaba. 
Chan Marshall dejó de tomar hace un tiempo y es mucho más fácil enfrentarte a tus demonios con la ayuda del alcohol. Lo difícil, es enfrentarlos sobria. Nosotros, los asistentes, como sanguijuelas, solamente queríamos succionarle su música, no importa el precio que Chan tenga que pagar. La preferimos borracha, pero cantando.
Quedamos alrededor de cien personas en el lugar. Nos acercamos al escenario y ella seguía cantando lo que podía. Lo que recordaba. Repetía canciones. Pero me quedé hasta el final. 
Porque yo no iba a ser como las personas de esa época. No. Yo no soy de esas personas que te abandonan cuando la fiesta termina y las luces se encienden y hay que mirarse los unos a los otros, con el rimel corrido y el remordimiento a flor de piel. No. Yo me quedé hasta que Cat Power terminó.